Una diabólica figura asoma al ventanuco; desde la sombra acecha, husmea en el horror. La imagen recrea una sesión de tortura de las tantas perpetradas por la inquisición católica y evoca el regodeo de los inquisidores españoles en los sádicos procesos , aludiendo a la hipocresía del procedimiento y del propio fundamento ideológico de la Santa Inquisición.
Más que la búsqueda de respuesta alguna, el propósito intrínseco de los inquisidores era causar los más terribles tormentos con la intención de evidenciar y fortalecer el poder de la Iglesia. La Santa Inquisición, con los jueces y calificadores del Santo Oficio, implementaba los autos de fe minuciosamente y los sacralizaba con el paradójico obrar de los oficiantes verdugos. El vacío blancor del fondo, a la derecha del grabado, logra un contraste violento con la cruda definición lineal y tonal que detalla el suplicio de la mujer. La alegoría denuncia, en la figura de la desnuda belleza torturada en la rueda, la pureza religiosa de los criptojudíos, devoción que fue profanada por los inquisidores ante el más sacro símbolo católico, la cruz, que el pintor sitúa justamente a ras de tierra. Como en los criminales procesos indagatorios de tortura a que fue sometida gran parte de la familia Carvajal en México, y en los implementados tanto en la España de la vieja Europa como en la Nueva España y en el resto de las colonias de ultramar, la Iglesia presumía de consumar racionales interrogatorios, en sí tan absurdos e inhumanos como aquel “juicio de Dios” de las ordalías ejecutadas en siglos anteriores o, aún más lejos por los caminos del tiempo, como las torturas asirias; todas igualmente próximas en la esencia falaz y abusiva de tantos otros métodos inquisitoriales a lo largo de la historia.
La tortura de los condenados por herejes en los autos de fe era el angustioso camino previo y expedito al sufrimiento final que se les deparaba: el capital suplicio en las hogueras, el quemarlos hasta reducirles a ceniza —supuesto impedimento a las resurrección de los cadáveres durante la Parusía del final de los tiempos anunciada por el Nuevo Testamento. La madre, las hermanas, la familia Carvajal casi en pleno, tal como el propio Luis de Carvajal El Mozo, padecieron ese tránsito de tribulaciones indescriptibles. Y no cabe duda de que la tortura de su propia madre ya era para El Alumbrado uno de los peores suplicios.